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La poética redondez simbólica de un Viaje a la Lejanía
Giovanna Benedetti
(Escritora y poeta panameña)
Ensayo, a manera de presentación literaria, del poemario Viaje a la Lejanía, de Gorka Lasa. (Panamá, 1972)
Quiero poner de entrada el acento en que la figuración literaria de un título compuesto por dos imágenes tan arquetípicas, como son el viaje y la lejanía, le impone sin duda a este libro una carga retórica extra. Es por ello que quiero decir enseguida que creo que el poeta Gorka Lasa (Panamá, 1972) sabe muy bien con qué se enreda; no ignora el riesgo simbólico de semejante trama órfica, y aún así --y a costa de sus laberintos-- apuesta por sus maravillas.
Y trama órfica es sin duda, la que propone este libro de versos. Trama órfica que nos sorprende al utilizar un lenguaje de acsesis dentro de un panorama de obstáculos, así como al querer revivir la metáfora del viaje como trascendencia (y no como simple traslación). Trama órfica sí, la de un poeta peregrino que se echa a correr por los rumbos que propician la senda sin forma, y que seguramente sabe ya, que para cumplir el rito, primero debe pasar con sus versos una temporada en los infiernos.
Viaje a la Lejanía, este inicial e iniciático libro de poemas de Gorka Lasa es casi una “hoja de ruta” de paisajes escondidos: un mapa de lo transfinito. Un poemario pleno de tensiones, que a pesar de su múltiple y densa figuración simbólica, consigue extenderse literariamente con soltura sobre un vasto territorio metafórico. Viaje a la lejanía, es una “hoja de ruta” poética que interesantemente admite varias lecturas alternas, y que no cesa de revelar en sus encrucijadas más profundas, el trazado de una gran cantidad de senderos intelectuales que le recorren el espinazo desde distintos imaginarios: la literatura mística occidental, la tradición hermética, las disciplinas gnósticas de Oriente, en especial el viejo esoterismo chino, de donde el poeta trae precisamente el concepto de lo que es el “Viaje a la Lejanía”: esa ruta que debe emprenderse por todo aquel que quiera dar con esa ”tierra que no está en ninguna parte” y que no obstante es “la verdadera patria”. Metáfora transparente que no deja lugar a dudas: el “Viaje a la Lejanía” es un periplo alquímico.
Así pues, bien impuesta la “hoja de ruta” sobre su peculiar panorama de asombros, el poemario empieza justamente allí donde debe ser: en el cuerpo de la mujer. Imagen contínua y redonda que se toma de lleno la mitad primera del libro - aquella que el autor denomina “El Viaje” - y que se derrama en un amplio abanico de significantes que si bien tienen su arranque en las honduras del deseo substancial de la carne, transita a la par los caminos circulares y mandálicos de la erótica de lo sublime. Entre versos - y casi en cualquier momento - salta a la vista cómo el poeta intenta corresponder con su “hoja de ruta” (con su misión de viajar a la Lejanía...) toda esa potencia esteriotipada en la mujer que le ancla por dentro pero también le libera y que aparece figurada en los estereotipos de la amante, la diosa, la tentadora, la nutricia, etc.
La dialéctica de Gorka Lasa es mayormente seleccionadora: debe elegir y ha de hacerlo con prudencia. El poeta enlaza imágenes que se casi se saborean mirando la extensión de la carne... toda esa piel amada, tocada y mojada por el sudor del placer sexual; toda esa:
Desnudez inacabada, rota de pasión
flotando ausente sobre rocas cristalinas
sudor etéreo.
senos crispados... suspiros inasibles...
El círculo del cuerpo (“esa metáfora sin nombre de lo inasible”, como se deja decir en el poema La caída), se vuelve a ratos Horizonte de lo inefable, límite de un área de infinitos meandros, que es llamado místicamente «laberinto», y que literariamente aparece desde siempre conectado con el recorrido iniciático, constituyendo precisamente un ritual de búsqueda de la propia alma. Y es precisamente, a través de este simbolismo del cuerpo, como se va invirtiendo, sacralizando, la retórica iniciática. La mística y la erótica gozan de una simbología común, nadie lo olvide.
Viaje a la Lejanía, es, por varios signos, un poemario atípico; discurre más a saltos que en rodeos. Ciertamente, las imágenes no son continuas, pero todas se estructuran significativamente en sus propias cadencias y cadenas. Y para que esta conclusión no resulte precipitada, lo mejor será seguir al poeta paso a paso dentro de su laberinto.
Entre todas las imágenes arquetípicas que constelan El Viaje a la Lejanía, hay una cadena enlazada que en particular orienta la lectura del conjunto y que se puede armar más o menos sobre este plan:
El ánima: que se formula en una significación telúrica, oscura, receptiva, y femenina, es decir yin, y que se resuelve en clave erótica en los emblemas idiomáticos de la amante, la diosa, la sombra, el sudor, la risa, la lluvia y el fuego.
La ciudad: significante de la energía rota, el trueno, la tormenta, el hierro, la violencia y que da verbo a la incoherencia, la dispersión unitaria, la dualidad que rompe la continuidad de la conciencia y germina el caos, la destrucción y el egoísmo; la ruina, la muerte.
...ciudades floreciendo en el olvido
trampas de libertad en la senda del silencio.
La ciudad vacía, debe decirse, es el sujeto tácito de un ulterior salto temporal a través del desvanecimiento de los rasgos reales en una nueva imagen metafórica, tal vez aquella en la que todo lo transitorio y perecedero se proyecta en una dimensión solitaria, lúgubre, conflictiva y de violencia:
Aquí la soledad tiene espuma de guerra
heridas del ayer sangran en el eterno viento.
La luz: es un tipo sémico que a su vez se convierte en flexión de un especial manojo de alta significación, que entona una amplia variedad de poemas, Para dar un ejemplo, aquel que lleva por título “Pradera de luz” o el llamado “Ciudad sitiada”. En todo caso lo palpable aquí (como trama de lo lumínico) es la idea de tránsito: como se dice en “esa tenue luz que avanza...” o como cuando se invoca aquella “fugaz letanía plena de sentido”.
El color azul: le brinda al poeta, metafóricamente, una serie relacionada de ideas como son la libertad, la esperanza, la llamada, el horizonte, la entrega ideal, la acsesis, la vida plena, el escape, etc). Así dice en un verso:
...brota una esperanza azul ebria de soles de paciencia.
o se refiere en otro poema a:
...la duna azul de nuestro misterio
El árbol: imagen arcaica de la renovación cíclica, como dice Eliade, es la voz de la generación: de los conceptos de semilla, eterno retorno, renovación, ave fénix, y también de la familia y la tradición. El árbol, como símbolo sacro, nunca pierde su mítica referencia cósmica y que Gorka Lasa utiliza como denotación de un acenso espiritual, como mediador silencioso entre el cielo y la tierra. Y es que el árbol ciertamente, representa en el poemario una función de cadena: es al mismo tiempo el «yo», o conciencia psíquica, y el alma en el sentido místico, o sea el ente que, a diferencia del cuerpo, busca la realización de su destino celeste.
Podemos presumir que el objeto de la búsqueda será entonces lo que, pese a todo, permanece: aquello que, desafiando al tiempo que cancela y aniquila, halla un sentido en la misma aniquilación. Dicho de otro modo, se busca lo que trasciende o es capaz de trascender.
Los sentimientos inducidos que se describen en los poemas de la primera parte: El Viaje, son evolutivamente un tránsito hacia la soledad («Cuántas veces), de encarcelamiento («El peso de mis manos») y de desubicación («Flor escondida»). Y si la impresión de estar «encerrado» en el cuerpo ajeno (y por extensión mimética: en el propio cuerpo) es el hilo conductor de esta primera sección del libro, al llegar a la segunda parte: La Lejanía, vamos a ir viendo como la relación imaginaria se establece entre dos nuevos correlatos: El yo y la inmensidad. El yo que observa la languidez de su propia humanidad desalojada y no se ubica. De ahí el cuestionamiento abierto, desaforado:
¿Dónde estoy?/¡Dónde existo?
En un:
..silencio siempre indescifrable
Silencio que amenaza a ratos con enfrentarle a esas:
Fronteras de desesperación
donde reina el llanto y la miseria
donde la luz es el sueño
o en un manifiesto y alucinante:
...descenso hacia la nada
justo hasta las puertas de su propia sanidad mental:
¿Se manifestará el eclipse total de la locura?
Se pregunta entre dos sombras el poeta, mientras a ratos deja a flote la impresión de que acaso toda esta imaginería de estar encerrado en la amplitud de lo infinito, esté vinculada a aquella otra de estar mutilado, violentado ”retirado en lo esquivo de lo humano”. En ambos casos, se trata de añorar una carencia, de hallarse a sí mismo sin tacto ni contacto, de saber que sin su alma terrenal profunda, sin su ánima (conciencia-amada-diosa) todo se hunde. De allí la queja que es lamento:
Símbolo de lo eterno
regresa al templo del dolor
¡Ven!
Y mientras sigue el viaje, el poeta va mordiendo su batalla. Afanado en cumplir la secreta sentencia de ese su siniestro “habitante interior”. Sabe que debe desamarrar el “cuerpo atado”; acepta el reto; pero no sin dar cuenta de un constante malestar que finalmente derivará en lucha abierta con sus propios dioses redivivos, en una batalla holderliana en la que se darán cuento y verso el mito y la leyenda heroica. Su voz poética se envuelve de lenguajes clásicamente épicos; tonos de heroicidad que se afanan en mirar más allá de las planicies cósmicas y de las honduras inefables de la gran inmensidad. Allí la meta es la armonía, la búsqueda del tono estructural del universo, la urdiembre uniforme de una embriaguez mágica y total.
De ello nace un sentimiento que el autor va descubriendo como “Ley sagrada” y que le supera como imponiéndosele. Fuerza de redención y saturación alucinante que acabará por ser preponderante en el libro
Pero mientras toda esta osadía ilusoria se debate en su “ritual cósmico de luciérnagas” y la ya bien quijotesca “locura que asoma su espuela brillante” se batalla contra todos los despojos del espíritu, por su soledad planea el fantasma de su propia identidad errante en su nervioso e inescrutable laberinto.
Entonces la melancolía se hace grieta en la conciencia y como una cara más de un cúmulo de angustias, conforma una barrera aislante que cae como un torbellino de agua fría en su “soledad de caminante” Soledad (montañas azules, bosques nubosos) senderos húmedos que llevan a la Lejanía, que acaso ya no es luz sino vacío: silencio, nostalgia...
Como ya puesto en cuenta, en el imaginario del poeta, la Lejanía es lo que la tradición alquímica y mística, tanto de Oriente como de Occidente significa lo trascendente, pero hemos de ver también, como a ratos este simbolismo, de signo normalmente positivo, que lleva la impresión de la armonía, de la reunión de los órdenes terrestre y celeste (o inmanente y trascendente), se trastorna en una inversión total, y se registra como fuerza ciega, impulso no sincrónico sino centrípeto y de alguna manera asume precisamente lo contrario de la finalidad del viaje.
Símbolo de esa fuerza centrípeta que encadena el cuerpo, que aísla e inmoviliza, es la silla. Mientras la cama puede invitar al sueño y a la evasión, la silla, obligando a la posición de vigilia, impone los tormentos de la condición consciente (o «mayor pesadumbre», en términos de Rubén Darío):
Entonces, el espacio de la melancolía, corresponde físicamente a las tinieblas de las vísceras y espiritualmente a estados de confusión o de angustia, por oposición a la luz del conocimiento y, en general, al ámbito celeste de la trascendencia. Así como la sombra (la oscuridad) nace en el interior del hombre a partir de los sentimientos determinados por la tiranía del cuerpo y es difundida por el corazón, del mismo modo la luz, aprisionada en el interior, puede también difundirse y surgir, y hasta escapar subrepticiamente por el lado del corazón, dando señales de su existencia, como en el poema “Morir de luz”.
En la tradición gnóstica, de la que se encuentran algunos indicios en la poesía de Gorka Lasa, el binomio sombra/luz se corresponde con el de sueño/vigilia: el despertar equivale a la iluminación, así como el dormir o el vivir adormecido o soñoliento equivale a vivir en la tiniebla, o sea en la ignorancia de esa luz de donde provenimos y de la cual llevamos una chispa dentro de nosotros.
A ratos, el poeta teme haber extraviado la ruta, y no sólo la metafórica del viaje sino también la de sus propias latitudes interiores:
No soy esto que digo ser / no soy siquiera aquello que creo ser
El poeta intenta transmitir lo inefable, dice sentirse “conquistado por la hondura de su propio paso”, “...obsesionado en búsquedas sin fin”, perennemente exiliado de sus propios recuerdos y hasta de su propia circunstancia vital y apariencia. Sentimientos que parecen directamente derivados del código gnóstico y, tal como ocurre en aquel contexto, son equivalentes de «vivir en la oscuridad», o sea, en la ignorancia o en el olvido de la Luz interior, ofuscada por el efecto negativo del lugar «extraño» o «inadecuado» en donde estamos sin saber cómo, en donde hemos «caído».
Gorka Lasa, no adjudica culpas. No se siente obligado a descargar la pena propia en ojo ajeno. Antes bien, asume a pleno instinto su propio laberinto que siente arrastrarle hacia nada: hacia la eterna posibilidad del final imposible.
El alma única y distinta, la durmiente prisionera, espera ser llamada y despertada. Ella espera el momento de su unicidad en el entorno de su diversidad fugaz; espera el momento de la gnosis o, en términos junguianos: de la individuación: el encuentro con el GRAN UNO, objeto metafórico de la búsqueda del Viaje a la Lejanía, que no es sino una manera de sentir el mundo y la trascendencia, que Gorka Lasa ha aprendido sobre todo a través de sus contactos con el budismo zen y que el poeta, para que no quepan dudas al respecto, deja vislumbrado en un hermoso poema final, Arbola viejo:
Roto, muerto, astillado retornó el madero
al viejo sueño que dejó en el tronco...
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